Primer Lugar Cuento I. Municipalidad de Providencia
VISITA A LA BELLA DURMIENTE
«El año de mis noventa años quise regalarme una noche de amor loco con una adolescente virgen.»
Gabriel García Márquez.” Memoria de mis putas tristes”.
«No debía hacer nada de mal gusto, advirtió al anciano Eguchi la mujer de la posada. No debía poner el dedo en la boca de la mujer dormida ni intentar nada parecido.»
Yasunari Kawabata. “La casa de las bellas durmientes”.
Después de vencer sus últimos temores y reservas, y exhalando un suspiro, don Anselmo presionó el timbre de la casa situada a algunas horas de la ciudad. Sin demora, fue conducido al interior de la discreta residencia, sin serle formulada pregunta alguna. La noche se sentía tibia. Cruzó un jardín, bañado por la tenue luminosidad plateada de una luna llena, notando que era hermoso y muy bien cuidado. Al mismo tiempo, oyó el sonido armonioso del agua que saltaba y caía de una fuente que no pudo ver, por estar ubicada en algún lugar que no logró situar con exactitud. Una suave brisa nocturna agitaba las hojas de unos altos árboles vecinos, llenando el ambiente de rumores y complicidades indulgentes. Todo el lugar transmitía una adormecedora sensación de paz, belleza y serenidad.
―Su amigo me ha asegurado que usted es un caballero en quien se puede confiar, y que no cometerá ninguna acción indebida o de mal gusto ―dijo la mujer madura ante la cual había sido conducido.
La mujer estaba vestida con discreción, sería fácil confundirla con una dueña de casa de clase acomodada. Sus modales y modo de hablar denotaban roce social. Parecía dominar y conocer la situación, pues su rostro mostraba una actitud amable y comprensiva. Sin embargo, la frialdad de su mirada demostraba que su actitud frente a Anselmo sería absolutamente impersonal. Era seguro que no haría preguntas de ninguna naturaleza.
―La muchacha ya está dormida y lo espera en su habitación. Pasará la noche con usted, pero no se despertará en ningún momento, pues está narcotizada. Puede hacer lo que quiera con ella, siempre que no le haga daño. Esa es la regla inviolable de esta casa. Nuestros huéspedes son caballeros de edad, y a todos se les exige lo mismo. Sólo aceptamos personas de confianza. A primera hora de la mañana se le servirá su desayuno, y usted deberá retirarse antes de que ella despierte. No debe saber con quién pasó la noche.
La mujer le sirvió una taza de té con azúcar y galletas, que lo ayudó a tranquilizarse. No parecía tener apuro y lo esperó con paciencia. Anselmo aprovechó de examinar el lugar. Al igual que el jardín, estaba arreglado con pulcritud y refinamiento. Sin ser lujoso, se veía acogedor y tranquilo. Anselmo reconoció que se estaba sintiendo a gusto, aunque no imaginaba todavía cómo resultaría su aventura. Terminó de beber su té y miró a la mujer.
―Si gusta puede pasar de inmediato.
Una escalera lo llevó a una habitación del segundo piso. La habitación no era muy grande y no había nadie allí, pero una puerta entreabierta sugería el acceso a la habitación en que esperaba la muchacha dormida. La mujer verificó que todo estuviese en orden, antes de entregarle la llave de acceso al recinto.
―Puede desvestirse en esta pieza y ponerse esta bata, si ello le acomoda, pero en realidad no la necesitará pues todo el ambiente está calefaccionado. Tenga la seguridad de que nadie lo importunará. Si llegase a necesitar algo aquí hay un timbre, y si tiene dificultades para conciliar el sueño, encima del velador encontrará dos pastillas de somnífero.
Anselmo quedó solo. Tenía mucha curiosidad, de modo que se desvistió con una calma que no reflejaba el nerviosismo que de nuevo se había posesionado de sus sentidos. Maquinalmente se puso la bata y a continuación, avanzando con timidez, se dirigió a la habitación vecina. Abrió la puerta y se introdujo en la habitación. Traspasado el umbral, un impulso instintivo lo hizo cerrar la puerta.
La habitación era amplia pero llena de intimidad, bañada por una suave luz proveniente de lámparas disimuladas con habilidad. La decoración sencilla se notaba esmerada, y de muy buen gusto. Debió reconocer que el ambiente era grato y acogedor, y estaba impregnado de una fragancia delicada. En una cama amplia y cómoda, una muchacha desnuda, dormía profundamente. La sábana que en un principio debió cubrir su cuerpo, se había deslizado hacia un lado, dejando descubiertos unos pechos redondos y túrgidos de, quién sabe, inocente juventud.
Anselmo avanzó silencioso, temiendo despertarla; aunque se le había asegurado que eso era imposible que ocurriese. La miró con atención. Era bonita y muy, muy joven. Aunque ya estaba en la plenitud de su vida, a lo sumo tendría dieciocho años. Su rostro sereno evidenciaba un sueño tranquilo y relajado. ¿Qué sueños tendría? ―se preguntó Anselmo― ¿Tendría conciencia de que estaba sola a merced de un hombre que podría hacerle cualquier cosa, incluso quitarle la vida?
Se sentó en una esquina de la cama, y con la mirada recorrió el lugar. Descubrió que no tenía apuro, y que deseaba vivir su experiencia con tranquilidad. Aguzó el oído y sintió el rumor de las hojas que la brisa agitaba en el jardín, distinguiendo a ratos el alegre sonido del agua que brotaba incesante de la fuente escondida. Aspiró el perfume que parecía provenir del cuerpo de la joven. Sonrió, se sentía relajado. Con lentitud se acercó a la muchacha y acercó la nariz aspirando la tibieza que emanaba de su cuerpo. Sí, su cuerpo entero estaba impregnado de fina fragancia, que le llenó la cabeza de imágenes y fantasías cargadas de erotismo. Ella dormía serena, ajena a la proximidad de su acompañante. Con delicadeza le besó los pechos y se los palpó con manos un tanto inseguras, dejándose electrizar por la sensación del tacto. Notó que sus manos de piel arrugada y áspera contrastaban con la suave tersura de la piel que acariciaba. Cerró los ojos y deslizó rostro y labios por las ondulaciones y suavidad de aquel cuerpo tibio y fragante. La muchacha pareció suspirar dentro del sueño, y se giró ligeramente hacia un lado.
Anselmo empezó a reconciliarse consigo mismo. Cuando supo que los huéspedes de ese lugar eran hombres de edad ―caballeros de confianza, como se le había recalcado―, rechazó casi por instinto que él podría ser uno de ellos. No se consideraba anciano. Todavía no aceptaba la realidad de su decrepitud. Aunque a veces tenía días grises, en que amanecía sin ánimo de hacer nada, lo atribuía a la tensión del ambiente, al tipo de vida que de modo inevitable tenía que afrontar en la ciudad ― a la postmodernidad como estaba de moda decir. Pero estaba seguro que, si se le presentaba un desafío interesante, podría aplicarle las mismas energías con que había abordado los afanes de su vida. Sí, de eso no tenía dudas. Pero ahora, frente a esa muchacha desnuda, bella y deseable, tan cerca de sus manos, pero al mismo tiempo tan lejos de él, empezó a comprender y asumir la miseria y precariedad de su estado.
Sus más recientes experiencias con mujeres no había sido gratas; más bien, habían sido francamente desagradables y frustrantes. Todavía resonaba en sus oídos la risa de la mujer ante quien su virilidad no había respondido, debiendo asumir la vergüenza de su impotencia a rostro descubierto. «No te preocupes ―había dicho ella, sin éxito, tratando de consolarlo―, le pasa a muchos». Pero él sabía que de allí en adelante eso le pasaría cada vez con más frecuencia. Iba a ser su condición natural. Se había apoderado de él el temor a que la experiencia se repitiese, y desde entonces había evitado toda iniciativa. Pero su alma solitaria seguía necesitada de esas tibiezas, suavidades e incitaciones que sólo se encuentran en el cuerpo de una mujer joven. Todavía soñaba con el contacto cálido de un abrazo prolongado, con caricias, ternura. Ojalá pudiese amar a alguna, hablarle y contarle de sus soledades, llorar incluso, ¿por qué no? Pero eso era imposible. La diferencia de edades era un obstáculo infranqueable. La misma muchacha que estaba a su lado y que se dejaba acariciar sin oponer resistencia, lo rechazaría con repugnancia si estuviese consciente. ¡Viejo asqueroso! Es lo menos que su alma aprisionada frente a él, reclamaría angustiada. Sabía que eso era siempre así. Pero nunca imaginó que algún día le pasaría a él.
Era injusto que el envejecimiento del cuerpo fuese más rápido que del alma. ¿Por qué seguía soñando como un adolescente cuando su cuerpo ya estaba marchito? ¿Sería acaso una manera de alejarlo de esas obsesiones de muerte que a veces lo angustiaban en sus largas noches de insomnio? Tal vez eso era lo mejor que podía ocurrirle. Tal vez, de no ser así, ningún hombre podría soportar la carga de su vejez. Sí, a fin de cuentas era preferible de ese modo.
Era necesario entonces que la muchacha estuviese dormida. No había otra posibilidad de aproximación para él fuera de ese estado. Sólo así podría expresarse sin perder su dignidad; sin inspirar lástima ni desprecio.
Anselmo se quitó la bata y se acostó junto a la muchacha. Aunque no sentía frío se cubrió con la sábana y se aproximó a ella, sintiendo su aliento y compartiendo la tibieza de su cuerpo. La acarició con suavidad y confianza mientras recordaba una escena similar de su juventud. Una sensación ambigua lo embargó, pero era lo mejor a que podía aspirar ―pensó con un dejo de tristeza.
Tragó las píldoras de somnífero con un vaso de agua, y abrazando con la mayor delicadeza a la muchacha, que giró buscando una nueva posición dentro de su no interrumpido sueño, esperó tranquilo el efecto del sedante.
Patricio Patrickson Prada
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